• La primera ganadora del Premio a la Mujer Rural Sinaloense narra su historia detrás de la alfarería.
Le es tan cotidiano moldear barro para hacer ollas, tinajas, macetas y otros productos, que después de más de 50 años de vivir de este oficio, casi suelta el llanto cuando le preguntan qué siente por ser la primera ganadora del Premio a la Mujer Rural Sinaloense, precisamente por ser alfarera.
Y no es que Juliana Zepeda Pérez no haya recibido reconocimientos por lo que hace, pues hasta ha viajado a otras partes del estado para enseñar lo que sabe y para aprender cosas que no sabe.
Ha participado en exposiciones de Mocorito, Guamúchil y en la Expoagro de Culiacán, además de intercambiar experiencias por cinco días en Las Labradas, del municipio de San Ignacio.
Pero cuando se le dice que estará en el Congreso del Estado de Sinaloa, donde diputadas y diputados le entregarán el premio, Juliana Zepeda Pérez pareciera querer hacerse más chaparrita de lo que es. La entrega será en Sesión Solemne el miércoles 26 de octubre del presente año.
Los ojos se le notan un tanto enjuagados cuando dice que al recibir el premio estará entre gente muy importante.
–La persona más importante va a ser usted—se le dice.
La señora Juliana no contesta. Su mirada es muy tierna y sólo atina a asentir con un movimiento de cabeza.
Ella vive en la comunidad de El Valle de Arriba, del municipio de Mocorito. Es de baja estatura y hablar pausado. Su taller de artesanía es un pequeño espacio de su casa. Se sienta en una silla, sobre una cubeta pone una pieza de barro como base para ir dándole forma al barro. El piso es de tierra, el techo de madera y lámina de cartón.
Pedazos de metal y una piedra, que moja constantemente, le sirven para ir alisando una olla que casi de la nada surgió de entre sus manos, tomando pegostes de barro húmedo que dejó reposar durante la noche anterior.
Con sus manos va dando vueltas y vueltas a la base donde está la olla ya formada y cuya boca la alisa simplemente con sus dedos.
El barro es su historia y es su vida. Tenía siete u ocho años cuando jugando empezó a hacer ollas, aprendiendo de su abuela Juliana Vega, quien también era alfarera.
Le gustó el oficio y para los 17 años ya era una artesana. Y cuando se casó con José Daniel Osuna, ambos siguieron el oficio casi por medio siglo. Hace cuatro años él falleció, pero el matrimonio le dio nueve hijos e hijas, de los cuales una murió. A la fecha ya suma más de 50 nuevos descendientes, entre nietos y bisnietos.
Cuando estuvo en primaria, sólo llegó a quinto grado. Ni siquiera se inscribió en sexto porque tendría una nueva maestra. El profesor que le dio quinto grado le apoyaba con lápices y libretas. Ya no tendría ese apoyo.
Sin embargo, el hambre de saber la impulsó para terminar la primaria en el sistema abierto, y la secundaria también la concluyó en ese sistema.
“Me gusta mucho saber. Cuando uno lee un libro, aprende cosas. La gente me dice: ‘Usted todo lo arregla’, pero es que yo en todo me fijo y lo hago”.
Ese afán por aprender, cuenta que le ha servido mucho en su oficio. Los cinco días que duró en Las Labradas, además de enseñar su oficio, también aprendió nuevas cosas de otros alfareros.
Lo mismo le sucedió con un maestro de Guamúchil, que quiso aprender el oficio de alfarero, y al mismo tiempo ella aprendió de él.
Ahora también sabe hacer lámparas de barro, tortuguitas y otras figuras.
La enseñanza, dice, se le da, pues no sólo muestra a sus nietos y bisnietos cómo hacer figuritas de barro, sino que de algunas escuelas de Mocorito hacen viajes hacia su casa y ella enseña a los alumnos durante el tiempo que permanecen ahí.
Aunque claro, elaborar ollas, macetas y otros productos de barro no es cosa de un rato.
La señora Juliana se muestra como pequeña empresaria sin que ese sea su objetivo. Cuenta que contrata a personas para que escarben y le traigan los dos tipos de arcilla que necesita. Una rojiza, y la otra más colorada, que hace la función de esmalte brilloso.
Sin dejar de platicar, deja la olla terminada que hizo en cuestión de minutos, y desmenuza el proceso de producción: primero mezcla la tierra con agua, luego la cuela para quitarle impurezas y la deja reposar para que el barro se asiente y tirarle el agua. Ya sin agua, el barro lo deja reposar durante la noche para trabajarlo al día siguiente.
La olla que hizo, requiere de acabado y eso lleva más tiempo, también se debe dejar secar para luego meterla al horno durante toda una noche.
Y todavía cuando sale del horno, la sigue decorando con figuras diversas y usualmente con la palabra Mocorito.
Lo malo de todo este proceso, es que a la semana, por sus años, elabora entre siete y ocho ollas o un poco más. ¡Y cada olla la vende en promedio a 50 pesos!
La alfarería, dice, no es un oficio de todo el año, sólo de enero a junio, pues las lluvias no permiten trabajar. Aunque termine la temporada, luego vienen las equipatas.
Además, si alguien le encarga una olla y le dice que irá a recogerla en tal fecha, ella no la vende ni aunque le salga otro cliente y haya tiempo para hacer otras ollas.
“La palabra es la que vale. Los pedidos se entregan a quienes hacen los pedidos”, subraya.
Entre que hacía la olla y explicaba el proceso de producción, la señora Juliana recuerda cuando había mucha demanda. Junto con su esposo hacían hasta 18 ollas por día.
Había un señor de nombre Tobías, y una señora, Doña Fructuosa, quienes les compraban la producción y se iban lejos a venderlas.
Y como todo por servir se acaba, muestra la tina de peltre donde mezcla la tierra y el agua. Ya está en las últimas. Un cascarón de lavadora funciona como tina.
El horno está derruido, a causa de las fuertes lluvias que cayeron este año.
También necesita comprar palas, güingos y una carrucha, así como pinturas.
Doña Juliana tiene ya 69 años de vida. “Y quiero seguirle”, ataja ante cualquier intento de pregunta de si se va a jubilar.
“Cuando me pongo a trabajar, me relajo. Es como un deporte. Sí, es cierto, me canso, pero uno ya se acostumbra”.
Pero lo mejor, dice orgullosa, es que la alfarería le dio para sacar adelante a todos sus hijos e hijas. Gracias a Dios porque me dio entendimiento de esto, y gracias a Dios, todos mis hijos me salieron buenos”
Y como si sus hijas e hijos fueran piezas de barro forjadas con sus manos, comenta que aun grandes y casados siempre está al pendiente. “Yo todo el tiempo he andado detrás de ellos. Los procuro y ellos no se enojan”.